Desde hace
más de una década ha venido infiltrándose entre la cristiandad evangélica la
teoría, tal vez muy atractiva, pero del todo no-bíblica, acerca de la
importancia sobrenatural de lo que pronunciamos con nuestros labios.
El peso
propio que se le concede a la palabra llega hasta los extremos de creer que si
digo "me muero de la jaqueca", en efecto moriré, y por tanto, si de
verdad me duele la cabeza más bien deberé decir "no me duele nada", y
entonces se me pasará la dolencia como por arte de magia...
Si quiero un
auto rojo, deportivo y descapotable, escribo sus características en un papel y
lo pego en un lugar visible, de modo de poder repetir lo que he escrito con
cierta asiduidad, a fin de que, por la fuerza que tengan mis palabras, el
Señor, solícito en escucharme, no tarde en responder a todas mis peticiones.
Es verdad
que las Sagradas Escrituras hablan de la importancia de algunas cosas que se
confiesan con los labios. Pero, curiosamente, eso que se debe confesar es el
señorío de Jesucristo, y su obra redentora en favor nuestro: Romanos 10:9, 1ª
Reyes 8:35, 2ª Crónicas 6:24, Mateo 10:32, Lucas 12:8, etc., y otra clase de
confesión, netamente bíblica, como es la de los pecados, para salvación:
Levítico 5:5, 1ªJuan 1:9, Nehemías 9:2, Salmos 32:5, Mateo 3:6, etc.
Sin embargo,
lo que realmente esta tendencia viene a tratar de imponer, es la creencia o la
confianza en la palabra, como valor absoluto: esto quiere decir que lo que digo
tiene poder en sí mismo, independientemente de la voluntad divina al respecto.
Es más, lo que pronuncio con mis labios de alguna manera pone en funcionamiento
la voluntad de Dios, llegando entonces al abismo ilógico de creer que el Señor
depende de mí, y no yo de Él, como cualquier pensamiento racional haría
suponer. Frente a semejante contradicción, o nos detenemos o saltamos: no hay
término medio.
Esta
seudo-doctrina presentada por sus defensores como un gran hallazgo de hombres
de Dios iluminados por una nueva revelación, no es por cierto nada nuevo. Al
fin, deberíamos creer que no hay nada nuevo debajo del sol...
En efecto,
está tomada de cosmovisiones tan antiguas como el hombre mismo: el valor mágico
de las palabras proviene de creencias esotéricas, orientales, más cercanas a
brujos y chamanes que a ideales bíblicos. Y más cercano en el tiempo, vuelve a
ser considerada y adoptada por la Nueva Era que, como todos sabemos, no es una
religión o una secta, sino una corriente de pensamiento que invade e infiltra
todos los estratos sociales, todos los niveles culturales, todas las
disciplinas. La Nueva Era aconseja: acéptate y sé feliz. Y si hay algo que te
"desarmoniza", desconócelo y repite que todo está bien, hasta que
realmente creas que está bien...
Sucede que,
aunque no podamos encontrar nada semejante en la Biblia, esto funciona:
acaricia la carne, alimenta el ego, nos convence de que somos los mejores y de
que nada puede pararnos...¿O no somos hijos del Poderoso? Mientras tanto, la
cruz, el negarse a sí mismos, el ver nuestras justicias como trapo de
inmundicia, el ser barro en manos de un alfarero...todo esto, y mucho más,
queda arrumbado en el último rincón del desván de nuestra alma...¿Quién quiere
ser un perdedor?
La confesión
positiva nos anima a desconocer cualquier cosa que no nos agrade o que nos
duela: si estoy en la ruina, no debo decirlo, porque mi Dios es el dueño de
todas las riquezas. Si estoy enfermo, tampoco debo decirlo, porque por sus
llagas fuimos nosotros curados... En cambio, sólo debo pronunciar lo que quiero
en mi corazón, y sólo porque lo diga, entonces se cumplirá. Así y todo, tampoco
debo suplicar o pedir por favor: únicamente ordenar, y entonces todas las huestes
angélicas se pondrán en movimiento sólo por el poder de mis palabras...
En la misma
vía de razonamiento, tampoco habrá que temer nada, por aquello de que
"...el temor que me espantaba me ha venido y me ha acontecido lo que yo
temía." (Job 3:25) Los que así creen no advierten que esta no es la
verdadera interpretación de este pasaje. La declaración de Job no hace
referencia a una cuestión de causa-efecto: porque lo temí, entonces me
sobrevino. Solamente es una afirmación, carente de toda otra segunda acepción:
le sobrevino, lo que temía. El por qué es algo sobre lo que Job no se expide.
Así las
cosas, el cristiano se ve de golpe convertido en un superhombre, que de tener
fe, todo lo puede: ¿Podrá también torcer la voluntad de Dios?
Esta nueva
ola de interpretación, entonces, vulnera por lo menos dos nociones
fundamentales en el ideario cristiano: la fe y la soberanía de Dios.
En cuanto a
la fe, puntualizaremos algunas cuestiones acerca de sus características
fundamentales. El libro de Romanos es verdaderamente una enciclopedia de la fe.
En él se nos aclara que la fe viene por el oír, y el oír, por la palabra de
Dios (Romanos 10:17). Para empezar, entonces, podemos afirmar que la fe no es
un disparo al aire, sino que responde a una palabra de Dios. Se debe tener fe
en lo que Dios nos dice, jamás sólo en lo que se nos ocurre. Puedo decirle a
ese monte que se eche en el mar, pero si Dios no me ha dicho que lo haría, en
vano hablaré, gritaré o proclamaré...Puedo declarar con mis labios que algún
paralítico ande, pero si no lo ha determinado así el Señor, solamente
conseguiré destruir una vida...
Revisemos la
vida del padre de la fe, Abraham: cuando el todavía Abram sale de su tierra.
¿Lo hace sólo porque se le antoja? Mas bien fue por fe, pero su fe estaba
fundamentada en lo que Dios le había hablado. Era tal vez una locura, era casi
algo irracional, pero Dios lo había dicho. Y sobre eso ejercía fe.(Génesis 12 y
sgtes.)
Cuando Noé
sube al arca, y antes, cuando la construye (Génesis 6 y sgtes.) ¿No estaba
respondiendo a una palabra de Dios?
¿Qué decir
de Moisés, Gedeón, Sansón, David y otros grandes héroes que engalanan la
galería de Hebreos 11?
No es mi fe
la que pone en movimiento la maquinaria divina, sino a la inversa: la palabra
de Dios, emitida de acuerdo con su soberana voluntad, pone en funcionamiento la
fe, la cual es también un don de Dios. (Efesios 2:8, 1ª Corintios 12:9)
Si el Señor,
pues, te dice que te dará un auto rojo deportivo y descapotable, ten fe, aunque
parezca una locura...Si, por el contrario, El nada te ha dicho, quizás la
locura sea pretender obtenerlo.
De la mano
de una fe bien entendida, camina la soberanía de Dios. Ella implica que Dios, y
sólo El, es absoluto, dueño de todo. El motor inmóvil de la filosofía, la causa
eficiente, el acto puro. Todo es por El y para El, y nada sucede si el Señor no
lo ha previsto. El es, efectivamente, el Señor, amo absoluto, no un vasallo de
los caprichos, necesidades u ocurrencias humanas. El hace el día bueno y el
malo, El nos da bonanza o nos somete a la adversidad, El nos enriquece o nos
empobrece, nos lleva o nos trae, nos pone o nos saca, nos da o nos
quita...¿Quién se atreverá a decirle qué haces?
Leamos
atentamente algunos textos: Eclesiastés 7:14, Isaías 45: 9-9-12, Deuteronomio
4:39, 1ª Crónicas 29:12, Job 9:12, Salmos 29:10, 135:6, Daniel 4:35, 2º Reyes
19:28, Romanos 9:19, etc.
En todos
ellos, y en muchos otros que podríamos citar, se aclara meridianamente que por
sobre lo que creemos, o pretendemos creer, está Dios, sentado en su trono,
decidiendo lo que es bueno o no para sus hijos.
Los
cristianos no somos, ni fuimos llamados a ser, super-héroes. Por la cruz fuimos
salvados, y con ella misma en los hombros debemos caminar por donde anduvo el
Señor...
¿Desear
cosas? ¿Anhelar cosas? ¿Esperar cosas? ¿Orar por ellas? Esta muy bien, ¿A quién
otro podríamos recurrir? Pero nunca creer que nuestra palabra o nuestro poder
puede realmente traer a la realidad lo que deseamos, como, pasmosamente, se nos
enseña en La cuarta dimensión, de Yonggi Cho.
Podemos
proclamar lo que deseamos, pero sólo como una manera de alimentar nuestra fe,
nunca con la ilusión oculta de que nuestras órdenes sean justamente eso para
Dios.
La única
confesión verdaderamente positiva que conozco es aquella de reconocimiento a
Dios por sobre todas las cosas: El lo es todo, en todo. Si vivimos de acuerdo
con esta premisa puede ser que todo en nuestra vida cambie. Ya no seremos los
nuevos adalides contemporáneos, pero estaremos más cerca del Siervo, el que
descendió a la condición humana, el que lavó los pies de sus discípulos, el que
fue a la cruz para rescatarnos...
Porque,
debemos comprenderlo, Dios no comparte su gloria con nadie.
Crecer en
cristo es menguar para que el crezca.
Eliana Valzura de Gilmartin
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